Las piñatas y yo...

Las fiestas infantiles dejaron en mi vida un trauma del que pocas veces hablo: una profunda aversión a las aglomeraciones y todo lo que tiene que ver con personas reunidas. Ante este panorama, pueden ustedes imaginar que no soy fanática de los partidos de fútbol (apoyo 100% la opinión de Jorge Luís Borges que dice “el fútbol es popular porque la estupidez es popular”), de las marchas, las colas automovilísticas o, muy en boga durante estos días, las interminables colas para comprar leche; a esta lista se le unen los conciertos multitudinarios (claro con muy talentosas excepciones) o las discotecas.

Lo que ocurre en mi cuerpo es como si mi individualidad se viera ultrajada, una sensación de ahogo que me arrastrará al desmayo, víctima del calor, la gente y el bullicio, en el próximo suspiro. Por supuesto, después de un arduo trabajo psicoanalítico, pude entender que el posible origen de todo lo encuentro en las piñatas de mi infancia. Imaginen ustedes cómo se siente un niño que después de tratar de atinarle, con los ojos vendados, a un gigantesco monigote, tiene que sobrevivir a la mandada de devoradores de juguetes que le caen encima para tomar lo que agarra, y, por si fuera poco, como me acurrió a mí, tiene que aguantar a su madre desde lejos gritando “no seas boba, no te dejes quitar los juguetes”. ¿Qué podía hacer yo contra este rito darwiniano donde sólo el más apto sobrevive?… les aseguro que esa no era yo.

Al final terminaba llorando, con la ropa sucia, despeinada (y ustedes saben lo bonitas que somos las niñas en los cumpleaños) y con un grotesco conejo de plástico en mi mano, el único que pudo sobrevivir a la bandada de desaforados quienes sí tenían pelotas, juguetes y caramelos en sus bolsas. Lo bueno que me dejaban esas fiestas, cuando yo no era la cumpleañera, era la torta, el quesillo, la gelatina y uno que otro premio que ganaba haciendo trampa (si no me decían el número a adivinar, levantaba la venda para ver dónde estaba es descolado burro). Pero nada podía suplir el daño que me hacían las piñatas, sólo en una oportunidad pude vengarme de esta situación, fue cuando cumplí dos años que a punta de lágrimas y gritos le di inmunidad, cual toro moribundo en el ruedo, a una linda piñata con forma de muñeca, evitando que la rompieran y que tuvieran que repartir los juguetes equitativamente entre los asistentes.

Finalmente, todo esto duró hasta que un día, mientras jugaba con un niño a los carritos, llegó mi tía alarmada, me tomó de la mano y regañándome me dijo “Yoya, hasta cuándo te tengo que decir que no juegues con niños de colores extraños”, podrán imaginar la cara de la mamá de mi compañerito, quien para colmos era el cumpleañero, al momento de escuchar el humorístico comentario de mi tía. Desde ese día las invitaciones a las piñatas fueron menos, así como los regalos y las tortas. Pero haya sido para bien o para mal, ya el trauma estaba hecho, jamás volví a aguantar las multitudes.

3 exclamaciones:

Francisco Pereira dijo...

Hummm...entiendo lo del gusto por la torta, el quesillo, la gelatina, el merengón, las galleticas de mantequilla, polvorosas y demás...

Ahora, ¿de que color era el niño par que tu tía reaccionara de esa manera? Rojo, verde, azúl, lila, naranja...

La Hetaira dijo...

jejeje.. mi tía realmente lo dijo en broma.. y el niño era morenito.. pero bueno, hay cosas que nunca se deben decir y creo que esa fue una de ellas...
besos

Francisco Pereira dijo...

¿Y tú ereas de ojitos azules con rizos de trigo al viento?...

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