Un cuento de recuerdos

En ciertas ocasiones, detienes el reloj para retroceder las temporales agujas a través de un ejercicio de la memoria. Este acto, algunas veces doloroso y revelador, ayuda al individuo a invocar y exorcizar ciertos recuerdos cuyo retorno siempre deja algún tipo de enseñanza.

En medio de esta noche de insomnio, cual bruja en luna llena, decido conjurar a la memoria para que el dios del sueño aparezca. Sin fijarme cómo ni cuándo las cosas a mí alrededor cambian de sitio, la cama, el escritorio y los libros se esfuman y dan paso a una vaporosa aula de clases, la misma que frecuentaba cuando cursaba el cuarto grado.

Y allí estaba yo, sentada, con mis crinejas y mi pulcro uniforme, en el tercer puesto de la primera fila, cercana al escritorio de la maestra. Siempre escogía ese lugar porque podía escuchar y ver mejor lo que la profesora enseñaba, especialmente durante las clases de castellano y artística, y todas aquellas que me permitieran hacer uso de mi imaginación. Es por ello que siempre era el “primer frijolito” que aparecía en cuanto acto inventaran en la escuela. No había día de la madre, del padre o de la bandera, día del árbol, de la cruz de mayo o semana de alimentación, que yo no participara. Esto no lo hacía con la finalidad de sacar buenas notas o destacarme de los demás; todo lo contrario, lo hacía con el objetivo de divertirme mientras me disfrazaba y jugaba en horas de clase. Pero este recuerdo no fue nada divertido.

Sonaba el timbre de salida en el preciso instante que la maestra dictaba cuál sería la tarea para el día siguiente: debíamos escribir un cuento y un poema, no importaba el tema, sólo que fuera de nuestra propia invención.

Qué feliz me encontraba al regresar a casa, desde hace mucho tiempo sabía que lo mío era escribir o por lo menos inventar historias. Desde pequeña gozaba con los cuentos de mi madre y esta sería mi oportunidad de hacerlo por mi solita. Pasé toda la tarde pensando y escribiendo. Al final, construí una historia protagonizada por bruja que secuestra a un niño para comérselo (menos mal que en aquella época no sabía sobre derechos de autor) pero que desiste de su intención cuando éste le propone ser su amigo y llevarla a conocer a su familia. Era toda una historia cursi y sencilla, digna de Disney, pero era mi historia, yo solita había escrito cuatro páginas y sin dibujitos, cuando lo asignado era mínimo una. Esa historia me encantaba, la había escrito con el mayor de los gustos y me sentía satisfecha. Y eso que no les mencioné del poema, era hermoso, sin un error ortográfico y con una rima sencilla donde hablaba sobre Venezuela como si me refiriera al cuerpo humano: “el Amazonas su pulmón y el Ávila su corazón…”. Ese poema era mío, lo había escrito una niña de diez años a la que le gustaba mucho, sólo faltaba ver qué decía la maestra.

Al llegar a clase, la señorita pidió que cada uno pasara a su escritorio con el cuaderno, como sabía que mi historia era larga, decidí hacerlo de última. Mi corazón latía rápidamente, mis manos frías extendieron el cuaderno a la maestra para después entrelazarse una a otra, tras las ansías de saber cuál sería su opinión sobre mi primer cuento escrito. Como podrán suponer la maestra tardó más de lo debido con mi cuaderno, pasaba las páginas y mientras lo hacía alzaba su rostro para mirarme. Al terminar, ella cerró el cuaderno y me mandó a que me sentara en mi pupitre. No me parecía que su cara fuera de alguien que le gustara lo que escribí y sus siguientes palabras me lo confirmaron: según ella, ambos, el cuento y el poema, eran muy buenos pero que iba a felicitar a mi madre por haberme ayudado… ¿cómo? ¿a mi madre?... pero, si eso lo escribí yo, yo solita sin ayuda de nadie...

Por más que dije que era mío, por más que me defendí nadie creyó que aquellas líneas me pertenecieran. Recuerdo que por un instante me sentí como aquel niño que dibujó una boa con un elefante dentro. Era frustrante tratar de que vieran lo que yo había hecho y más frustrante que me creyeran.

Son las dos de la madrugada, miro alrededor y todo está como siempre. Tomo un lápiz y mi libreta para escribir sobre este aparecido recuerdo. Borro, tacho algunas palabras, reviso la sintaxis y la ortografía ¿será una coma o un punto lo que va aquí? En realidad me cuesta un poco escribir por la cantidad de imágenes que saturan mi mente, aparecen y desaparecen más rápido de lo que mi mano se mueve, algunas palabras caen al piso por el marco de la hoja, no puedo encontrar las correctas, otras se pierden para siempre. Ahora que lo pienso, cuando tenía 10 años escribía mucho mejor que hoy, lamentablemente esto cambió el día que una maestra frustró mis sueños de escritora.

1 exclamaciones:

Francisco Pereira dijo...

Nadie le frustra los sueños a una diosa que ha sido destinada, tocada por el universo a ser gran escritora, y esa es usted.

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