Con Tàpies en los ojos

Encontrar la obra de Antoni Tàpies en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas fue darle cuerpo y sentido a un gusto inacabado, cuyo nacimiento ocurrió varios años atrás en una clase cualquiera y a través de un video. Nada elegante confesión pero si les vale de algo sincera.

Observar a Tàpies en pleno proceso creador fue el anclaje perfecto hacia la presencia de quien se descubría ante mis ojos como un verdadero mago cuyos poderes de presdigitación son capaces de transformar la conciencia del colectivo por medio de una profunda reflexión individual. Ese día me encontré con un domador de bestias, poseedor de un inconciente que se desplaza entre el vaivén cadencioso del lienzo y la pintura, pero que jamás parece detenerse por que trasciende los límites de lo físico o lo real. Su búsqueda es una búsqueda en sí mismo, es la transmutación del cuerpo y del alma, simbolizados en cada uno de los materiales que otros podrían considerar mundanos. Barniz, polvo, arena, zapatos, pies, etc., cualquier material impensable es “perdonado” por Tàpies quien, finalmente, los eleva sobre sus condiciones originales y los ennoblece. Y es en ese instante, en medio de un acto de redención y vida, cuando Tàpies se me hace más mágico, más alquimista, podría decir que casi un “Bautista”.

Aquel encuentro me condujo a través de un viaje hacia la sabiduría de la simplicidad, del color y la textura; la misma que da sentido a una filosofía, casi onírica, cercana al pensamiento oriental. Acercarme a Tàpies fue presenciar la paz del meditante que se eleva y se funde con el caos, enseñando que todos somos parte de una totalidad, eterno retorno de la vida y la muerte.

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