Sentir a Caracas...


Reencontrarme cada cierto tiempo con Caracas, la ciudad donde nací, supone para mí un ejercicio de perdón y (re)conocimiento hacia una ciudad que, generalmente, se muestra caótica, estresante, desordenada y gris.

A pesar de la lejanía, y del miedo que a veces supone el encuentro con el pasado, visitar Caracas es un delicioso encuentro con el aprendizaje in situ; es mirarla como una ciudad universal, una urbe hermosamente grotesca que aloja los pormenores de una población cada vez más desalmada, desandada y desatada (según sea tu preferencia); es observarla, primeramente, con ojos compasivos pero a la vez con la certeza de que, a pesar de la agresión, no deja de ser una ciudad interesante y esplendorosa; que aún, después de superar los bien justificados miedos, puede ser recorrida y observada con ojos de aventurero.

En esta ocasión me he encontrado con una Caracas que vive entre malos presagios, agobiada por la división política-ideológica de su gente, y destrozada por el miedo, la violencia, el rencor, el odio y el desamparo.

Los habitantes de esta ciudad llevan en su rostro la carga de las preocupaciones, cansancio, el día sin vida y el desasosiego. Es lamentable que su tiempo se pierda entre riñas, tráfico y explicaciones, para concluir que el caraqueño ha dejado de ser habitante para convertirse en un sobreviviente.

Contradictoriamente, y a pesar del sentimiento de amor-odio que profesa la mayoría de quienes visitan o viven en esta ciudad, aún continúa el éxodo de habitantes del interior que ven en Caracas la gloria del trabajo bien remunerado y el éxito laboral para finalmente convertirse en permisivos esclavos del tiempo y del reloj.

Por encima de todo hay quienes aún tienen tiempo de sonreír en esta ciudad. Recorriendo sus calles puedes observar quienes con una sonrisa ofrecen su labor con la pasión de quien hace lo que le gusta. Aún hay quienes aman esta ciudad y superan la incomodidad de vivir día a día entre calles sacudidas por la indomable basura, y se elevan sobre la agonía y el delirio que produce el ruido, el humo, los tumultos y el desorden; para ofrecerte una sonrisa, un chiste, una mano amiga o simplemente un “gracias”.

Caracas aún me ofrece sorpresas. En ella he encontrado, debajo de un puente o elevado, un libro que estuve buscando por mucho tiempo y a un precio increíble: dos mil bolívares. En Caracas dormí con Picasso, Tapies y Miró. Recibí el perdón de un Reverón ermitaño e iluminado. Besé. Escuché historias que me adeudaba el tiempo. Tuve tiempo de ver obras musicales y cinematográficas que pocas veces encuentras en otro lugar. En Caracas jugué, caminé, hablé y observé, pero… ¡odio el Metro! Especialmente la estación de Plaza Venezuela.

Contrastando con las sorpresas, Caracas mostró en esta ocasión una cara que jamás quise observar: el lamentable deterioro de la casa de quién se ha transformado en el estandarte utópico e irreal de una malsonante revolución, es decir, la casa del Libertador Simón Bolívar.

Adiós a los recuerdos de la infancia. El que fuera el hogar del “Padre de la Patria” ha sido invadido por el deterioro y la suciedad. Este recinto, que se supone debería poseer la gloria elísea, está devastado por la mala administración y el desconocimiento de quienes deberían velar por su preservación. A estas personas se le podría perdonar la estupidez mas nunca se podrá justificar el abandono, negligencia, mal gusto y suciedad que se está apoderando de la casa de Bolívar. Por ejemplo, las obras de Tito Salas requieren urgentemente de una restauración. El brillo de otrora sucumbe ante el paso de los años y la humedad de las habitaciones.

Para el momento de mi visita ya no existían los guías que me mostraron la casa siendo niña durante el paseo escolar. Ni el pozo donde se solían lanzar monedas, anhelantes de algún sueño, se salva de la nefasta administración. Ni siquiera la cama donde durmió Simón, con su terciopelo vinotinto, posee la majestuosidad de los recuerdos infantiles. El polvo y el sucio se apoderaron de ella, así como lo hicieron con los retratos, muebles, piso y paredes de toda la casa. Como dijo un señor que por allí pasaba “ese es el polvo de la época que estamos viviendo”.

Al fondo de la casa, cercano a los jardines, unos hombres hacían algunas “reparaciones”. No sé mucho sobre conservación de edificios históricos pero entre lo poco que conozco considero que estas acciones deben realizarse tomando en consideración la estructura y materiales originales (si la edificación así lo permite). Les aseguro que estos hombres laboraban como en cualquier casa de vecino. Finalizaron la “obra” con la más grotesca de las guindas revolucionarias: pintar parte de las paredes con el rojo ladrillo al que nos tienen acostumbrados los “restauradores” de este gobierno, el mismo color que desanda en las plazas, edificios y calles de cualquier ciudad venezolana.

En cuanto a los visitantes, estos no dejan de buscar al hombre (por mi parte lejano al Dios que pretenden mostrar) que fue Bolívar. Para estar cerca del ideal es necesario reconocer al hombre. El sentido de la fe muchas veces es movido por las reliquias que atestiguan el paso del santo por la tierra. Es por ello que algunos se preguntan dónde estarán los ropajes del héroe, su carne terrenal. Quizá estén en alguna gaveta cerrada por un modesto candado, o posiblemente, se encuentren en el mítico “tesoro bolivariano” del Todopoderoso loco que se cree Bolívar reencarnado.

Por encima de todo, aún puedo darme el gusto de caminar esta extraña y convulsa ciudad. Como otros la seguiré queriendo y odiando. Queriendo a su gente, esa que me hace recordar la esperanza, y odiando a quienes, como han hecho con Bolívar, manosean y ultrajan su dignidad y su nombre.

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