El Bolso de Emma
Contaba mi madre, cuya memoria pocas veces falla pero que muchas veces altera la realidad, que mi abuela era poseedora del que podría ser fácilmente el bolso de Félix El Gato, con menos brillo y mayor uso, pero igual de interesante. Todo podía caber en ese bolso: cepillo de dientes, tijeras, clavos, martillo, alicates, lápices, hojas, colores, cuchillos, y cuanto objeto perdido ella encontraba en su paso. Y es que mi abuela caminaba mucho. Puedo imaginarla, con esas arrugas que se guindaban de sus lentes para evitar caerse, mientras se agachaba a recoger del suelo una aguja abandonada como un niño de la calle a la que daba cobijo dentro de aquella peculiar cartera.
Según mi madre, cuya narración yo atendía como el apóstol al profeta, si llegabas a necesitar cualquier cosa, por más pequeña o grande que fuera, mi abuela te indicaba que lo buscaras en la cartera. En ésta no sólo encontrabas lo que buscabas sino algo más que jamás pensaste hallar. Parecía que mi abuela se había robado un hoyo negro, el cual cargaba bajo su brazo protector porque en él se encontraban los secretos del universo.
Para gozo de unos y malestar de otros, un mal día el dichoso bolso fue robado. Era de noche y todos dormían. Al llegar del trabajo, mi abuela lo había dejado en la parte baja de la casa sobre un sillón donde fue "encontrado" por un ladrón inexperto. Éste al entrar hizo demasiado ruido por lo que despertó a todos en la casa. El pobre hombre no tuvo otra opción que tomar lo primero que estaba a la mano: el viejo y pesado bolso.
Cómica escena en verdad cuando a pocos pasos observan regados, a semejanza del camino de migajas de pan dejado por Hansel y Gretel o la Vía Láctea, todos los objetos que una vez estuvieron dentro de aquel viejo carcamal. Tijeras, clavos, algodón y demás cositas yacían frías, abandonadas, en el suelo clamando cobijo.
Y siguieron mis tíos el camino dejado por el ladrón. Mi abuela iba de última recogiendo cada uno de sus perdidos hijos, quizá avergonzada por su pequeño descuido de madre. Subían y bajaban escaleras, caminaban calles y doblaban esquinas, hasta que por fin encontraron al pobre bolso tirado en medio de la calle como un animal al que le han sacado las entrañas.
Pacientemente, mi abuela recogió cada una de las cosas que encontraron y las metió de nuevo en el ahora más maltratado bolso. El pobre, quizá no volvió a ser el mismo y con el paso de los años quién sabe en qué basurero fue a parar, pero no dejó de ser una excelente anécdota y uno de los mejores cuentas de mi madre.
Al pequeño hoyo negro jamás llegué a verlo. Pero parte de su historia quiero rescatarla como homenaje. Tanto él como mi abuela, Emma Rosa Suárez Duno, se harán presentes a través de algunas de mis líneas. Esta es la razón de este blog que pretende cargarse de todo cuanto gira en mi cabeza, se mete en mis manos y que sería injusto que se pierda en el recuerdo, como aquel viejo bolso. Por cierto, lo que no sabía el ladrón es que mi abuela no guardaba dinero u otro objeto de "valor" en él. Ella era tan sencilla y hermosa en su sabiduría que sabía que lo efímero del dinero no tenía cabida en la maravilloso que era su pequeño universo de cuero.
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